Juan Chacón / Letters / Valladolid

carta_86

Valladolid y enero 27 de 1635.

(Tom. 111, fol. 200.)

Pax Christi etc. Envío esa relación hecha del clérigo exorcista nuevo, que es mi conocido, y vino a consultarme el caso. Yo le dije lo que convenia de poner en cobro a la mujer, porque si la coge la justicia seglar, llevará azotes, y si la Inquisición, con ellos coroza. Si la cosa no es digna de leerse en público, V. R. la reserve para sí, y no se diga dónde sucedió, porque no pare perjuicio a esta desventurada. Nuestro Señor guarde a V. R. muchos años, como deseo. Valladolid 27 de enero de 1635. =Juan Chacón. =Al P. Rafael Pereyra, de la Compañía de Jesús.

Relación de la endemoniada fingida.

«Hago saber a V. R. que estos días ha sucedido un caso raro y el más ridículo que puede haber sucedido en nuestros tiempos, y es: que una mujer de este lugar, más dama y cortesana que grosera, bien ensayada y con estilo diabólico, fingió tener espíritus, alborotando un lugar tan público, digo populoso, y adonde se encierra lo más ilustre y político, y los más aventajados ingenios, acompañados con toda la variedad de ciencias que en las academias de España se profesa. Esta, pues, ocasionada de la necesidad, que es madre de desdichas, habiéndose visto en la primavera de sus años con las mayores galas, y atavíos que señora pudo tener en este siglo, según lo dice la fama, se determinó a fingir que estaba poseída, tomando documento de haberse hallado pocos días antes en la conjuración de una endemoniada, de cuyas acciones y semblante se valió, representándolas tan a lo propio, que parecía serlo; porque sabiendo que la medicina le era fácil, se mostró a un sacerdote bien experimentado en los exorcismos, aunque sujeto al engaño, como se verá por los efectos que iré refiriendo. Lo primero, porque luego que la vio dijo que lo estaba, y para más certificación suya la conjuró en una iglesia de monjas, delante de muchas personas, adonde el buen exorcista, colérico y furioso, comenzó con su libro, cruz y agua bendita a decir: «¡Ola, demonios, perros! luego os mando» y lo demás que aquí se dice, «que os pongáis en la boca, ojos y lengua de esta criatura.» Y la picara se puso mojigata; y luego, viendo el exorcista el poco obedecer a sus preceptos, conjuró los elementos y el infierno, llamándolos conforme a su estudio hecho de más de diez años de experiencia; y levantando la cara la susodicha, dijo con aspecto fiero y voz tremebunda: «¿Qué quieres? aquí estamos.» Preguntó: ¿Cómo os llamáis? el capitán me responda.» Dijo: «Yo soy Belcebú.» Fue después preguntado: «¿Cuantos sois en todos?» respondió: «Cuarenta y dos legiones.». Y a este tenor algunas preguntas, que por no cansar a V. R. no refiero. El buen exorcista, cansado, la conjuró que luego al punto se bajasen todos a la uña del dedo pulgar del pie izquierdo, adonde por cuatro meses la dejasen comer, beber y lo demás que se les debe mandar, sin que la hagan ningún daño, y que mientras él los ligaba la derribasen en el suelo con mucha honestidad; lo cual cumplió de buena gana. Con lo cual, quedándose alguna gente con ella, volvió de su letargo: y la gente, movida de compasión, cada uno la dio su limosna, que era el blanco a que tiraba.

Pasaron algunos días, y habiéndose resfriado la caridad que la hacían, volvió al buen exorcista y le persuadió a que por Dios la curara; el cual, viendo el grande trabajo, y que solo él la podía sacar de ella, se volvió a decirle que él no se podía detener en el lugar; y así, hasta que volviese, que pasarían cuatro meses, no podía. La cual se quejaba en muchas partes y decía: «¿Es posible que adonde hay tantos religiosos y sacerdotes, no haya uno del lugar que quiera curarme de este mal, y que ha de venir un forastero para haberlo de hacer?» Y llegando estas quejas a oídos de unos y otros seglares, y su queja de ellos a dos clérigos honrados del lugar, se picaron de la honra, y por servicio de Dios buscaron los libros en la librería del lugar, y haciendo estudio particular para la expulsión de los enemigos, fue su celo tan bueno y su afición tanta, que en menos de ocho días de estudio (por ser fácil) se determinaron de lanzárselos del cuerpo; porque ha de entender V. R. que de los dos sacerdotes el uno hacia el oficio y el otro respondía.

Así, dando cuenta a V. R. del caso, digo que se determinaron, con más miedo que vergüenza a llevar a la dicha obsesa, al parecer, a una iglesia, adonde por más secreto que se quiso hacer hubo más de doscientas personas, y comenzando a hacer el oficio conforme a la erudición estudiada, después de haberse el buen exorcista cansado más de una grande hora, y diciendo: «De parte de Dios y de su Santa Trinidad, que respondas cómo te llamas.» Dijo con voz tremenda, que a todos puso miedo: «Me llamo Belcebú.» Se le preguntó cuántos en su Compañía traía, y respondió: «Cuarenta y dos legiones.» Ya cerca de esto se le preguntaron muchas cosas, que respondía a todas tan de mala gana y aguardando a un conjuro y otro para haber de hablar; tanto que el buen exorcista, para que mejor le sucediese, tuvo necesidad de valerse del abrir la puertecita del Sagrario, a lo cual la obsesa volvió la cabeza, dando a entender a todos la mala gana con que le miraba, bajándose por las gradas abajo; y aunque se le conjuraba que se estuviese quedo, el dicho Belcebú no quería obedecer, porque era hembra y mujer, que ya en este caso son más indomables las mujeres que los mismos demonios.

En fin, en esta tarde se le preguntó al señor Belcebú si era verdad que había algún endemoniado en la iglesia (porque había un hombre y una mujer que se presumía lo estaban, y a saberlo de cierto sus parientes los llevaron a la dicha iglesia). Dijo el señor Belcebú: «No; más hay una hechizada» de la cual no dijo más, que lo reservó para otro día siguiente; y preguntándole quién era el mayor enemigo que tenía en el cielo, respondió que Santo Domingo. —¿Por qué? —Porque aquella en quien estaban había querido ser monja de su orden, y era muy devota suya (advierta V. aquí para lo de adelante). En fin, para que cumpliese el decir la verdad de quién era la hechizada, se le pidió por fiador al bendito santo, y no quería; a lo cual se le obligó y le dio.

Con estas, y otras preguntas y respuestas cesó el conjuro de esta tarde, porque el buen exorcista quedó muy fatigado y sudado, haciéndole a Belcebú un conjuro de que se fuese a la uña arriba referida; y para asegurarse más, para que no la hiciera mal de noche, le conjuró en nombre de Dios, como siempre, si quedaba bien hecho lo que se había de hacer, porque, como nuevo en la materia, sería fácil errase en algo el conjurador. Su respuesta fue el decir al cabo de un grande rato del conjuro, que era con lo que más engañaba: «Mira, todo lo has hecho bien, salvo que la habías de mandar derribar primero, y luego nos habías de conjurar; que como eres nuevo no lo entiendes.» De que quedó el exorcista y todos muy contentos, y como cansados de la buena estrena de aquella tarde; y los parientes de los dos que se presumía estaban obsesos, se fueron muy contentos de que Belcebú había dicho que no estaban de aquel mal lisiados (ignorantes de tan extraño fingimiento).

Otro día consecutivo hubo grande competencia entre los dos exorcistas, pretendiendo ambos al señor Belcebú para el conjuro de aquel día; el exorcista experimentado, por causa de que como había quien se le opusiese, perdía la opinión y no le seguía tanta gente, o ninguna, como le siguió a la endemoniada que curó (de que al principio a V. hice relación); el nuevo exorcista por su reputación, que es honrado, y porque no dijesen que se puso a hacer lo que no alcanzaba. En fin, salió el moderno con llevarla a su iglesia en un coche, y muchos que había ofrecidos de particulares del lugar, convocados a ver cosa semejante. Llegando a la iglesia, era tanto el concurso de gente, así de hombres como mujeres, que no fue posible entrar; porque allí se ahogaban, acullá caían y gritaban; y así fue fuerza entrar por una puerta falsa a la sacristía, adonde con la gente que buenamente pudo caber se la comenzó a conjurar, y pasando bien una hora que no era posible que hablase, vino a decir que ya le había dicho se llamaba Belcebú, y que no había de salir de allí jamás.

Me ha faltado decir a V. R. que al principio que este nuevo exorcista comenzó a hablar con esta mujer y trató de curarla de esta enfermedad, le dijo, dándole una imagen de Nuestra Señora: «Tome Vmd. esta imagen y encomiéndese muy de veras a ella, que por su intercesión me ha de sanar, porque la soy muy devota.» Pues viendo el exorcista que el trabajo que tenía en hacerla hablar era grande, sacó su imagen, y aplicándosela al corazón devotamente, comenzó a decir y a conjurarle que hablase, y que aquella imagen fuese para él de mayor tormento hasta tanto que respondiese y de aquel cuerpo saliese. A lo cual hizo Belcebú grandes bravuras, y decía por momentos que le quitasen la imagen, que él diría, y con engaños y embelecos diabólicos suspendía a todos. Apretándole la dificultad e instándole el nuevo exorcista a que le cumpliese la palabra de decir quién estaba hechizado, lo dijo, aunque de muy mala gana; en los cuales debates tiró una manotada a la imagen y fue rasgado un pedazo de ella; y un devoto, dando otra de la misma hechura, doblada, dijo antes que se desdoblase: «Esa es la misma que es otra.» Con lo cual todos confirmaron que era diablo (y era porque lo había oído antes al que la dio), y ni más ni menos había oído decir que la que dijo estaba hechizada lo estaba.

Estaba el buen exorcista muy cansado y corriéndole la gota tan gorda de sudor, y diciendo a todos que la encomendasen a Dios y a él le diese esfuerzo; porque con la mucha gente ya estaba rendido al cabo de tres horas; todos rezaban, y muy devotos se lo suplicaban a su Divina Majestad. Estando con grande fervor conjurando, dijo Belcebú con semblante algo risueño: «No se me da ya nada de ti, que ahora en este punto entraron en este cuerpo tres demonios en mi ayuda.» Preguntándole el cómo, respondió que se había visto apretado y los llamó para que le ayudasen; a lo cual el exorcista, por haber leído en su estudio el caso, que viéndose apretado un demonio invoca a otro en su ayuda, como acá un amigo a otro, le preguntó cómo se llamaban, y él dijo así: «El uno se llama Heltas, el otro Loques, el otro Jobes» y añadió que fuera de Lucifer eran los mayores potentados del infierno; los cuales nombres se halló los había dicho así por habérselos oído al clérigo conjurador conjurando a una endemoniada. Además de esto dijo Belcebú. estas palabras: «Ahora lo verás, que te la hemos de ahogar.» Y diciendo esto comenzó a arañarse y abofetearse, de modo que, no bastando ya conjuros, la hubieron de tener tres sacerdotes; y poniéndose muy colorada, los ojos vueltos, la lengua sacada, haciendo espumajos, juzgaron todos que la ahogaban los diablos, todos rezando y encomendándola a Dios; a los cuales extremos la metieron los dedos consagrados en la boca, y entonces la abría haciendo muy al vivo el papel.

Viendo esto un médico que presente estaba, compadecido dio su mula para que llamasen al experimentado conjurante, al cual se le cumplió su deseo; y habiendo venido y queriendo llegar, comenzándole a tratar de perro, el otro conjurante que al presente estaba en oficio no le consintió llegar hasta hacer cierta pregunta a Belcebú, y fue que dijese quién lo había de echar de aquel cuerpo, si el licenciado que había venido, por tener más curso en aquel ministerio, o el que nunca lo había experimentado. A lo cual, habiendo pasado grande rato, dijo: «Mira, ese es más experimentado; más tú tienes grande fe en lo que dices, y te has encomendado mucho a esa imagen, y así tú nos has de echar.» A la cuál respuesta el exorcista que había venido se fue muy corrido y pesaroso de haber venido.

Acabando de decir esto, que fue todo en la sacristía, como he dicho a V. R., para que con más facilidad se le obligare a Belcebú a hacer lo que se le mandase, se le ordenó en la forma acostumbrada que fuese tras del dicho exorcista, y así lo hizo, y antes de subir las gradas del altar mayor se le dijo estas palabras: In nomine Domini impero tibi ut stetis et sine mora ascendas coram Eucharistiam. Con lo cual, aunque llevaba sayas con sus esterillas al uso, no fue el estorbo bastante que la impidiese a la mujer el subir, ni su agudeza tan corta que dejase de entender lo que se la había mandado; en fin, subió. Se le mandó, habiendo antes abierto la puerta del Sagrario, que besase los pies a los sacerdotes que allí estaban. No fue posible, y la razón que daba era decir que, siendo la misma soberbia, no podía obedecer cosas de humildad como las que le mandaba. En fin, deseoso el exorcista de que llegase el fin de sus deseos, dijo que le había de dar señal y salir de aquel cuerpo; a lo cual con harta dificultad y a poder de conjuros, que en eso se mostraba grande demonio, dijo que no había de salir de allí; y apretándole, dijo que señal daría, más que en un mes no había de salir. Después de esto se le apretó tanto, que dijo daría señal para otro día, y había de ser unas tijeras de sastre (como si fuera verdad). La malicia era conocida, pues habiéndola de dar por la boca, la podría matar; y así fue que, apretándole más y más a que había de dar otra cosa, ofreció para el día siguiente un cuarto. Y pidiéndole por fiadora de ello a aquella imagen de Nuestra señora con que se le conjuraba, o a Santo Domingo, no quiso; y después, pidiéndole por fiadora a una imagen de grande devoción que había en aquella iglesia, a esto dijo: «Eso sí.» Y preguntándole: «¿Por qué me das a esta y no a esta otra y al santo?» Contestó: «Ésta de esta iglesia no me da pena; esta otra sí, porque está en quien estamos es muy su devota.» A lo cual, aunque no quería, se le obligó, con que dio fin el conjuro de esta tarde.

Contar a V. R. la gente, la inquietud, el sudar del exorcista, el afán de su compañero, la devoción de todos a la imagen con que se la conjuraba, la lástima que tenían a la obsesa, el quejido que después tenía diciendo cuán molida la dejaban, el fingir que le dolía mucho aquel pie, y que la pesaba sobre manera, pediría harto tiempo y papel mucho, y así solo referiré a V. R. en sustancia lo que falta. Otro día siguiente la obsesa, fingiendo que en la casa donde moraba no estaba libre del conjurador forastero, envió a llamar al nuevo conjurante y le dijo: «Señor, aquí ha venido su contrario de V.; han mediado personas a quien no puedo perder el respeto; quiéreme llevar esta tarde a conjurar: si V. no da orden de sacarme de aquí, yo no me he de poder defender.» El nuevo conjurante, tomando ya el negocio por punto de honra, dio luego traza que sus alhajas (que todo se cifraba en una mala cama) se las llevasen a un cuarto que tenía vacío junto a su casa, con lo cual el dueño de la que dejaba, viendo su necesidad y enfermedad, la hizo gracia de lo que la había vivido, y ella cogió casa segura, sin riesgo de paga ninguna ni de comida, porque corrió desde entonces el enviársela por cuenta de su conjurador, que hasta entonces la había socorrido con dineros. Habiendo de llevarla a la tarde secretamente a conjurar, porque todo el lugar estaba movido, lo uno por ver al conjurador nuevo, que era del lugar, y lo otro por ver dar la señal ofrecida (que los más estaban incrédulos y decían conocer a esta mujer por hechicera y embelecadora) se la llevó con todo secreto a un convento de monjas, adonde delante de cincuenta personas, hombres y mujeres, y además las monjas y su vicario, se comenzó a dar principio a la obra.

Para haberla de sacar de casa, que se quejaba mucho del pie adonde la habían conjurado los diablos, fue fuerza llevarla primero bizcochos y conserva para su desayuno, y bajarla el monaguillo de los dos conjurantes (que es caritativo) a cuestas toda la escalera, que además de ser el cuarto adonde vivía alto, era muy agria. En fin, como se pudo fue a la iglesia dicha, que era de la Orden de Santo Domingo, y de que llegó a la vista del santo, que estaba de piedra encima de la puerta, dijo de repente a quien con ella iba: «Gracias a Dios y a aquel santo, que de que le vi no me duele el pie» y así anduvo lindamente. Entró en la iglesia, y delante de un altar de Santo Domingo comenzó a hacer exclamaciones con su imagen de Nuestra Señora en la mano, hablando con ambos y llorando mucho, dando a entender que les pedía favor. Luego se fue a su madre, que la tiene, y habiendo corrido la fama que en ningún tiempo la había tenido obediencia, se echó a sus pies y la pidió perdón, y ella la echó la bendición, cosa que enterneció a todos. En esto el exorcista se vistió y dijo misa; y luego, quedándose en alba y estola, comenzó con gran fervor a conjurar. Pasaron más de tres cuartos de hora que no habló; al fin habló y dijo que quería. Preguntó que, si estaban allí todos, y dijo: «No.» ¿Quién falta? Dijo: «Jobes.» «Pues venga aquí luego.» Para esto se cansó el buen exorcista más de media hora en conjurar los elementos y el infierno; y con eso vino y dijo: «Ya estamos aquí todos.» «Pues cumple la palabra dándome la señal ahora mismo.» Respondió: «Mañana.» «No, perro» replicó el exorcista. Estando en esto vea aquí V. R. que la obsesa comenzó a enfurecerse, y teniéndola los dos que conjuraban de los brazos, decía así: «A qué me has traído aquí donde está aquel?» Y apuntaba a un Santo Domingo de bulto pequeño que estaba en el altar. Le decía el exorcista: «Perro, dame la señal.» Respondía Belcebú con grande furia y rabia «que no quiere tan solo la señal, que quiere que sea todo junto.» Mirad. Sepa V. R. que el altar era de un crucifijo; había en la planicie un Santo Domingo a un lado, y una virgen de Nuestra Señora al otro. Pues decía así con grande furia: «Todo junto, todo junto, que lo pide, que está para otorgárselo; no ha de ser, que ya lo alcanza.» Todo esto lo decía la obsesa, dando a entender que intercedía Santo Domingo con el Santo Cristo, para que por su ruego fuese libre aquella su devota de todo, aquel día sin aguardar a otro, y así repetía: «Todo junto, que quiero un milagro» haciendo algunas furias contra el santo, y forcejando con los dos que la tenían. En fin, de este modo abrió la boca y dio el cuarto, con que cesó la furia de la obsesa, y deseándolo sobre manera los ministros, por lo mucho que habían trabajado, de que soy testigo, como también de que lo sudaban muy bien.

Prosiguiendo adelante con los conjuros, y preguntándole de adonde había traído aquel cuarto, dijo: «De Madrid, de un mal garito, (que nombró, conocido), que se le cayó a un jugador y dijo: «vete con el diablo;» y el cuarto lo llevaba en la boca.» Volviendo a apretar la dificultad en que había de salir, y pidiendo a Dios socorro el exorcista y todos, muy de veras, porque en el aprieto pasado todos se enternecieron y decía que quería salir, el conjurante, aunque nuevo, bien en los estribos de lo esencial del ministerio, les conjuró que no saliera ninguno sin su orden; a lo cual respondió Belcebú que ya estaba alcanzado el que saliesen; y el sacerdote les volvió a conjurar que él era vicario de Dios y que tenía sus veces, y que en su nombre les mandaba no saliesen hasta que le hiciesen una promesa que para aquel efecto hacen, y que al salir, por seña habían de hacer tener una campanilla que estaba en medio de la iglesia, sin que nadie llegase a ella. A esto no fue posible obligarle con amenazas ni conjuros, y así fue fuerza coger lumbre, ruda y azufre, como se manda, y se le dio una fumigación, que si fuera diablo se le obligara a hacer lo que le mandaban; más como era mujer no bastó lo uno ni lo otro, y solo dijo que mañana a las ocho de la mañana haría todo lo que le mandasen, pero que entonces no había de hacer cosa, aunque le quemasen, y así fue, porque se la quemó toda la barba, además del humo que casi la ahogaba. Con aquello y salirse con no decir qué reliquias eran las que se le ponían, se dio fin a la obra de aquella tarde, concluyendo como la pasada, pues la mujer, habiendo vuelto en sí, fue bien regalada de las monjas y de su vicario, y llevada en coche a su casa, adonde fue subida por las escaleras como fue bajada, y aquella noche fue de muchos visitada.

A otro día, luego de mañana, fue visitada de un vecino suyo de la casa donde fue mudada, a quien, por las amistades que de él había recibido, respetaba, y porque era nombre entendido. Le dijo, hallándola en la cama, que diese orden de levantarse para que con todo secreto fuese llevada a la iglesia, por la mucha gente que estaba movida a la ver. A esto contestó que ella no se había de poner más en manos del sacerdote de la tarde pasada, poniendo por óbice que la había quemado y había quedado muy cansada y molida, y que su enfermedad no se había de curar a fuerza y quemándola. Con estas y otras excusas se quería librar del aprieto grande en que se veía de cumplir el tocar la campanilla. El vecino, que como digo. a V. era entendido, la conjuró de su parte y le dijo: «Vmd. [Vuestra merced]mire lo que hace, porque todo el lugar está diciendo a voces que todo lo que ha hecho ha sido embeleco y bellaquería, y que el no dejarse conjurar era hacer más cierto lo que presumen.» Y la amenazó con que la podrían prender y sucederla algún trabajo que no se podría remediar; que pues era el postrer lance, que no desmayara. Con estas y otras razones que este su vecino la dijo, la puso en grande aprieto.

A esta sazón el conjurante entró por la puerta y le dijo que como no se levantaba, que el coche estaba ya a la puerta. Se excusó también con él diciendo que estaba a la sazón con las calendas purpureas, y que la había hecho mal la lumbre de la tarde pasada, y así que ella no podía ir aquel día. Procurándose con esto excusar del aprieto en que estaba, y llamándole aparte, retirándose los circunstantes, le dijo estas razones: «Señor, con Vmd. [Vuestra merced], pues es sacerdote, me confieso; y así digo que todo lo que yo he hecho ha sido fingido, y solo por remediar mi grande necesidad. Vmd. [Vuestra merced] ha de tener compasión de mí, que soy bien emparentada. Bien veo el castigo que merezco, pero yo estoy muy arrepentida; Vmd. [Vuestra merced] me ha de favorecer en esta ocasión, y es que yo iré al conjuro; más no me mande que toque la campanilla, sino que dando un real de a ocho a alguno para que le ponga debajo de ella, sin que parezca yo lo sé, me pregunte que hay allí debajo, y diciéndolo yo quede todo remediado.» A lo cual la respondió el conjurante: «En cuanto a eso Vmd. [Vuestra merced] no hable; lo que yo haré es lo que me toca por sacerdote y por quien soy; y por ser mujer, pues que este negocio no toca a la fe; y no se desconsuele, que para el caso que hoy se ofrece no ha topado mal conjurador. Tenga paciencia una hora, con seguro cierto de que no la ha de suceder mal.» Se volvió después a los que se habían retirado y les dijo: «Todo el tiempo que ha que estoy allí con ella ha sido persuadirla lo que la conviene, y está algo rebelde. Vds. la dejen, que con lo que la hemos dicho será Dios servido que de aquí a medio día se disponga mejor: que esto no es sino el demonio que teme el combate de esta tarde. Con esto la dejaron todos, y el exorcista cogió a su compañero y fueron a comunicar el caso con un religioso de la Compañía de Jesús de aquel lugar, para que, como origen de la sabiduría, les aconsejase en aquel caso lo que debían hacer; y bien se echó de ver ser su Paternidad la misma sabiduría, pues lo que en otro aventajado ingenio pudiera servir de maravillarse fue en su Paternidad cosa muy creíble, trayéndoles para esto a los consultantes raros casos que con grande estudio había leído; y antes aquietándolos les dijo que lo que habían de hacer era favorecer a la mujer (acción, además, de sabio principal) y esconderla, porque su merecido era un golpeado en las espaldas por el seglar. Y así, con este buen ánimo que les puso, fueron luego a ver a la dicha mujer, y la hicieron vestir; y sin que nadie lo supiese, fueron a una iglesia extramuros del lugar, adonde hicieron tiempo hasta la noche, primero contando el caso al prelado, y encargando al portero que si preguntase alguno si se había conjurado a una endemoniada, respondiese él que en efecto habían llegado dos sacerdotes con una mujer y que había ido buena, lo cual fue necesario, porque hubo curiosos y quedaron satisfechos, aunque muchos sospechosos, por no hallar quien lo hubiese visto.

Se volvió a la noche a casa, adonde se promulgó el haber salido los demonios, asegurándolo los dos sacerdotes; y porque no pareciese así que dejar luego a la mujer sin la ver argüía malicia, se la siguió en hacerla confesar en acción de gracias a Dios Nuestro Señor de su libertad, y fue en arrepentimiento de sus pecados, de que hizo verdadera contrición, y el exorcista no la dejó de amparar, porque, continuando el socorro de la comida, hizo una demanda con que socorrió la necesidad de algunos vestidos que necesitaba, y escribiéndola su marido, que era casada, y había que no la escribía muchos años, la pagó el viaje, buscándola en que fuese, y dio dinero que gastase.

Esto es lo que por acá hay de nuevo, y lo escribo para que V. R. sepa que una mujer hará lo que no haría el diablo, pues esta con su traza, poniéndose al riesgo tan público lo que intentó, la sucedió bien, obligando por fuerza al exorcista y compañero (cuando su natural no los obligara) a que, aun después de haber sabido el caso, la socorrieran. —Laus Deo.

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